pensar
-
Educación y arte
El Apuro
-
- Hace un par de meses, ojeando libros infantiles en una librería del centro, mi atención se detuvo en un título en inglés. El libro se llamaba Wait y no tenía más texto que esta palabra.
-
En la historia maravillosamente ilustrada, un pequeño de no más de 3 años era arrastrado por una madre de la que solo podían verse los pies, y que estaba, evidentemente, muy apurada. En cada lámina el niño proponía una pausa a su madre que tenía demasiada prisa para detenerse a escucharlo. En la última imagen del libro, la madre decide prestar atención al pequeño, y al girarse descubre la razón por la que el niño le pedía que esperara. Un magnífico atardecer estaba pintando el horizonte con una variedad infinita de colores pastel. Un espectáculo nuevo para el niño, conocido para la madre y hermoso para todo el que se permite una pausa para contemplar.
El punto es que estamos apurados. Creo que no sabemos porqué. No sabemos a dónde vamos con tanto apuro. Pero estamos apurados. Tal vez la culpa sea de Arsenio, pero de poco sirve buscar culpables.
Otro punto es que me gustaría mirar la educación contemplando esta variable. Siendo conscientes de que ese apuro está muy (capaz que demasiado) presente en todas nuestras ideas sobre educación.
Recuerdo la primer reunión de padres cuando mi hijo mayor entró al jardín con apenas 3 años. Recuerdo la indignación de un grupo de padres y madres porque la educación pública no ofrecía inglés en la currícula de educación inicial. También recuerdo la calma y buen criterio con que la maestra respondió que la propuesta era compartir con sus pares y disfrutar su infancia mientras incorporaban conocimientos acordes a la edad. Sin presión y poniendo el acento en la importancia de aprender a convivir. También recuerdo mi sensación de calma y agradecimiento ante la respuesta tan firme y a mi modo de ver, bien orientada.
Soy consciente de los argumentos acerca de la importancia de las segundas lenguas y la oportunidad de incorporarlas durante etapas tempranas, pero el ejemplo del inglés es solo eso, un ejemplo. Y no quiero detenerme a discutir si es oportuno o no aprender inglés a los tres años. Lo que me interesa plantear, sin embargo, es la presencia de ese apuro con que vivimos últimamente dentro del imaginario de la educación de nuestros hijos. Me interesa preguntarme por qué sentimos ese apuro, como opera en la generación de ansiedad en los más pequeños y si realmente tiene sentido. Preguntar, preguntarme, si en ese apuro no estamos dejando de lado cosas más importantes.
Del Ser irrepetible a la máquina de chorizos
Lo que me conquistó del libro en la librería del centro, fue la reflexión que guardaba entre líneas. La idea del niño como el sujeto con propuestas constantes. No importa cuanto interés o desinterés demostremos, los niños constantemente nos proponen. Ideas, juegos, tiempos y ritmos. Y en esas propuestas se guardan pequeñas y poderosas revoluciones para el mundo, que los grandes insistimos en controlar y reprimir. Insistimos sin darnos cuenta, en preservar el orden establecido.
…un niño es algo absolutamente nuevo que disuelve la solidez de nuestro mundo y que suspende la certeza que nosotros tenemos de nosotros mismos. No es el comienzo de un proceso más o menos anticipable, sino un origen absoluto, un verdadero inicio. (Larrosa, 1997)
Durante los primeros meses toda nuestra vida se acomoda a los tiempos del recién llegado, todo gira en torno a su arribo. Dormimos de acuerdo a las posibilidades que nos dejan, nos despertamos a la hora que hace falta que coma.
El vértigo de su llegada dura hasta que nos vamos convenciendo de que podemos comprender sus inquietudes y anticipar sus comportamientos. Durante los primeros años orientamos todas nuestras propuestas educativas, las familiares y las institucionales, a remarcar su singularidad. Les decimos una y otra vez que son seres especiales y únicos (cosa absolutamente cierta) y hacemos hincapié en la importancia de que sean felices. Con más o menos insistencia hablamos de la importancia del juego para su desarrollo y nos preocupamos porque ocupe un tiempo importante en sus vidas. Buscamos propuestas educativas en las que se contemple este espacio, y si, en algún momento nos viene el apuro porque adquieran “conocimientos para el futuro”, alcanza con el argumento de alguna maestra con criterio para que nos demos cuenta de que no a lugar.
Entre los 0 y 5 años el mundo insiste en hablarles de su individualidad. Libros, programas de televisión, propuestas educativas, de estimulación, juegos. Todo redunda en remarcar la singularidad dentro de la diversidad.
Son únicos, especiales, irrepetibles. Cada uno tiene sus tiempos, sus intereses. Les repetimos estas ideas una y otra vez, hasta que en un verano algo cambia y comienzan las advertencias. “Mirá que ahora se termina el chiveo”, “mirá que el año que viene hay que estudiar”, “mirá que ahora sos grande”. Y en ese verano, el Ser único, irrepetible, singular, con derecho a un tiempo propio, a una forma particular de pensar y aprender, tiene que acoplarse a la maquinaria que exige de forma estandarizada la incorporación de conocimientos en plazos prefijados. Todos nuestros argumentos sobre diversidad se diluyen en la urgencia porque aprendan a leer dentro de los tiempos que alguna vez se estipularon como oportunos y universales para niños y niñas.
Estamos apurados. Porque crezcan, porque aprendan a leer, porque aprendan matemáticas. Sabemos cada vez más del cerebro y sus diversos estilos de pensar, de las múltiples inteligencias, y sin embargo, en la práctica nos preocupa que aprendan a leer todos al mismo tiempo y que razonen todos por los mismos caminos. Y cuando lo hacen de forma diferente o a un ritmo que no es el definido por los sistemas educativos que todos coincidimos en señalar como obsoletos, los derivamos a las cada vez más populares clínicas de diagnóstico.
No quiero negar la existencia de dificultades reales de aprendizaje. Pero tampoco quiero que se traslade sistemáticamente las dificultades a los niños, mientras hacemos la vista gorda hacia un mundo adulto que no logra dar cuenta de los cambios que le pasan por encima. Un mundo adulto que ve como drama el hecho de que los niños pasen horas conectados a pantallas, mientras los adultos manejamos y conversamos por whatsapp al mismo tiempo o revisamos el mail sentados a la mesa familiar.
La Escuela está en crisis, lo sabemos, o al menos lo repetimos todos. Pero si la mitad de un grupo de 25 alumnos no atiende en una clase, lo primero que pensamos es en mandarlos a una clínica porque pueden tener déficit atencional. Ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que la propuesta no sirva.
Nuestro modelo de escuela viene de la revolución industrial. Lo sabemos, lo repetimos. De una época en que se necesitaban ejércitos de trabajadores disciplinados esperando un puesto en la maquinaria seriada de la industria.
Hoy repetimos como loros que estamos en la Sociedad de la Información, que la educación tiene que formar ciudadanos creativos, listos para enfrentar un mundo cambiante, incierto. Pero hay un error de nomenclatura que nubla el panorama. Lo que llamamos Sociedad de la Información, es simplemente una evolución del Capitalismo. Una economía sustentada en el consumo masivo y acrítico de bienes innecesarios. Lo que el mercado necesita no son seres creativos, capaces de enfrentar y resolver problemas a escala local y diseñar soluciones colectivas. El sistema necesita consumidores y la Escuela, un poco más un poco menos, los produce. -
Son únicos, especiales, irrepetibles. Cada uno tiene sus tiempos, sus intereses. Les repetimos estas ideas una y otra vez, hasta que en un verano algo cambia y comienzan las advertencias. “Mirá que ahora se termina el chiveo”, “mirá que el año que viene hay que estudiar”, “mirá que ahora sos grande”.
-
-
La muerte de Mozart
El nacimiento de un hijo es la forma más fidedigna de regresar a la infancia para el adulto que tiene intención de volver a acercarse a quien fue una vez. Es el camino más vívido para encontrarse con sensaciones que se habían olvidado. Para redescubrir con sorpresa lo misterioso que tiene una tarde de lluvia, las cosquillas que hacen las patas de un insecto, el movimiento de unas nubes en el cielo, o cualquier otra de las tantas maravillas de la existencia que hemos despojado de gracia al hacerlas cotidianas.
Viendo a mis hijos jugar he recordado la vastedad de un mar infectado de peligros que separaba mi cama-barco de la de mi hermano, mientras navegábamos con rumbo a lo desconocido.
Y mientras los veo crecer vuelvo a ver como se alejan de la infancia y yo con ellos. Pero crecer no es problema. Es algo maravilloso y natural. El problema es la obligación de amoldarse. El empeño que pone el mundo adulto por amoldar a la infancia a un mundo que sabemos desastroso. El empeño que ponemos los adultos en desoír todas las propuestas que los niños y niñas hacen desde que llegan al mundo.
Los niños llegan con propuestas. Tímidas, respetuosas, desestructuradas, revolucionarias. Cuando nos proponen una pausa para ver los colores del cielo nos están planteando también la posibilidad de manejar el tiempo de otra forma, de poner valor en otras cosas. No lo hacen en forma de una teoría pedagógica o artística. No plantean una teoría física de la relatividad del tiempo. Sin embargo, es una propuesta.
En todos mis años de trabajo con personas con capacidades diferentes descubrí una verdad muy simple, pero profunda. El principal problema es el manejo del tiempo de los autodefinidos como normales. Es que no tenemos tiempo para esperar a nadie que se mueva a otra velocidad. Porque aunque hagamos gárgaras con el discurso de la diversidad, en la práctica, todos nos movemos al ritmo de la norma, sin tiempo ni intención de esperar a nadie.
…no se trata de que, como adultos, como personas que ya estamos en el mundo, que ya sabemos cómo es el mundo y hacia dónde va o hacia dónde debería ir, que ya tenemos ciertos proyectos para el mundo, convirtamos la infancia en la materia prima para la realización de nuestros proyectos sobre el mundo; de nuestras previsiones, nuestros deseos o nuestras expectativas sobre el futuro. (Larrosa, 1997)
La cuestión es como incorporar lo inesperado. Mucho se insiste desde propuestas de educación artística en la incorporación de la incertidumbre a las propuestas educativas. Pero generalmente se refieren a la incertidumbre ante un mundo que se mueve a velocidad inusual y no a la incertidumbre que abre (desde siempre) el encuentro con la alteridad radical que representa la infancia. Al decir de Larrosa, todo eso que no sabemos de la infancia.
Incorporar lo inesperado aquí, sería incorporar toda propuesta que llegue desde la infancia por descabellada que pueda parecer.
Y un camino para encontrar ese modo, es algo que los adultos estamos olvidando a una velocidad aterradora, al tiempo que transmitimos ese olvido a las nuevas generaciones: la capacidad de diálogo. El diálogo honesto, la actitud de escuchar al que está tratando de decirme algo con la intención real de recibir sus palabras para luego devolver algo y ver que podemos construir juntos.
En una época que se habla en todas partes de la importancia del trabajo colaborativo, de la construcción colectiva del conocimiento. En una época en que los discursos educativos que intentan estar a la moda repiten estas ideas dentro de sus fórmulas pedagógicas, resulta que se vuelve cada vez más difícil encontrar adultos que dialoguen de verdad y que no simplemente griten cada uno más alto que el otro.
Cuenta Laura Montero en su libro sobre Hayao Miyasaki, que el director japonés de animación quedó fuertemente impactado al descubrir en Tierra de hombres una novela de Saint-Exupéry, la idea sobre el secuestro de las posibilidades de la infancia en manos de los adultos. Para el autor de El Principito la humanidad convierte a los niños en máquinas de hacer embutidos y mata al Mozart que alberga en cada uno de ellos. Desde ese entonces, cuenta Montero, Miyasaki decidió hablarle a todos esos Mozart, con la esperanza de regar en ellos la fantasía y cultivar a ese ser precioso y lleno de posibilidades que los habita.
La pregunta es cómo llevar esta práctica de Miyasaki al terreno de la educación, cómo conjugar la necesaria transmisión de saberes con el cuidado de ese sujeto lleno de nuevas posibilidades. Cómo hacer que esas nuevas e infinitas posibilidades florezcan al tiempo que se incorporan al mundo que los recibe. No creo que haya una fórmula única, en parte porque sabemos bien la importancia del contexto para cada diseño educativo. Razón, por la que dicho sea de paso, descreo totalmente en el trasplante de modelos Montessori, Reggio Emilia, o cualquier otro con etiquetas novedosas.
El grupo SER, un equipo de personas formidable que trabajó durante años con los niños hospitalizados en el Pereira Rossell, y que provenía de variedad de disciplinas, me enseñó hace mucho, la importancia de jugar de verdad y no hacer como que lo hacemos. Esta propuesta no implica la disolución de roles, simplemente se trata de volvernos parte del proyecto-juego de los niños desde nuestro lugar de adultos. Se trata de conectar con el juego, con la fantasía de que estoy viajando al fondo del mar (desde el lugar que me sienta cómodo para jugar, que no necesariamente es gateando entre los niños), para ser parte del proyecto del niño y volver mucho más fecundo todo intercambio con él.
Para eso es imprescindible no estar apurados. Cuando nos proponemos jugar con nuestros hijos desde nuestro rol de padres, pero también cuando nos plantamos como docentes frente a un grupo que espera una propuesta pedagógica.
¿Es urgente que un niño aprenda a leer antes de su primer año de educación primaria? Sin dudas que es importante determinar si existe alguna dificultad real para incorporar ese conocimiento, pero no creo que sea crucial que ese conocimiento se incorpore antes del final del primer año. Y creo que más importante es identificar las formas de incorporar conocimiento en cada niño y si existe en cada uno una inclinación hacia algún área específica de conocimiento. No para seguir el método soviético y “crear” supergimnastas o violinistas excepcionales, sino para ver como fortalecer otras áreas y como valorizar en las que cada niño y niña es fuerte. “¿Por qué no ponen 7 por bailar?” se preguntan de manera genial los amigos de 31 minutos. En esta canción brillante hay un manifiesto por la educación artística, pero no como un complemento de una currícula pretendidamente seria de “conocimientos útiles”; sino como una intención de transformación integral de la currícula que aborde al ser humano contemplando todas sus dimensiones e inteligencias.
Sabemos de la importancia de promover la creatividad, y sabemos que para eso se debe favorecer la experimentación, la búsqueda sin la presión de llegar a resultados óptimos, se debe promover la equivocación y cultivar la idea de aprender del error. Y esto vale para el dibujo tanto como para la programación de robots. Sin embargo, a la hora de proponer a nuestros niños no logramos apartarnos de los lugares comunes.
Me entristece ver adultos destruyendo dibujos de niños y niñas de 4 años para forzarlos a parecerse a lo que ellos conocen. Hace pocos días, vi como una abuela cariñosa y buena onda intervenía una obra hermosamente abstracta de su nieta para que fuera una casa con su árbol al lado y el sol en un cielo rodeado de nubes.
Y lo peor que esto no parte de la mala fe de nadie, sino de la imposibilidad de abrir mano y confiar en las propuestas de los más pequeños.
¿Por qué un dibujo tiene que ser algo que entendamos? ¿Por qué los soles y las bananas tienen que ser amarillos y las hojas de los árboles verdes?
Estamos obsesionados con cambiar la educación, con mejorarla, pero todas nuestras ideas sobre la educación (o la mayoría) parten de una concepción de que somos los grandes los que sabemos y tenemos que transmitir a esos seres que no saben porque son nuevos en este mundo. Todas nuestras ideas parten de la intención de introducir a los nuevos seres a un mundo que ya existe y funciona como está, cuando lo soñado (al menos para mi) sería construir con esos nuevos seres un mundo nuevo.