pensar
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Educación y arte
La Oportunidad
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- Columna de opinión sobre los rumbos de la educación en tiempos de pandemia
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Me gusta pensar. Y si hay algo que he hecho este último año es ejercitar este placer. No creo que sea nada novedoso en este contexto. Probablemente haya sido el ejercicio más recurrente en buena parte de la población mundial. O no. No lo sé. Lo cierto es que he tenido el impulso de escribir sobre educación en tiempos de pandemia desde marzo de 2020, pero la cautela y la sensación de alboroto de ideas me advertía que no era el momento. Ahora creo que lo es. Siento que han decantado muchas sensaciones e ideas, por un lado, y por otro he tenido la posibilidad de contrastar muchas de esas ideas con datos de la realidad.
Dos acontecimientos de esta última semana me impulsan a poner en palabras algunas reflexiones con la intención de aportar a la repetida necesidad de pensar la educación.
El primero de estos acontecimientos es la vuelta repentina y drástica a lo que se ha llamado “virtualidad”. El segundo, es mi participación en el Foro Regional de TV Educativa organizado por el Convenio Andrés Bello de Integración Educativa, Científica, Tecnológica y Cultural – CAB.
Uruguay ha tenido una realidad diferente en relación a la pandemia de COVID19. Por un lado existió una relentización del fenómeno sanitario en relación al resto del continente. Mientras en toda América se disparaban contagios y saturaban servicios de salud, durante casi todo 2020 los casos en nuestro país no fueron significativos en términos estadísticos.
Otra particularidad de nuestro país a tener en cuenta, es la vasta y sólida infraestructura de telecomunicaciones desarrollada por la empresa estatal que en unión al desarrollo del Plan Ceibal desde 2008 ha ampliado la cobertura de servicio de Internet a un enorme porcentaje de la población.
Esta confluencia de condiciones particulares nos permitió mirar la pandemia desde una perspectiva un poco diferente, aunque no menos confusa.
Esta realidad distópica que nos ha tocado protagonizar tiene múltiples aristas. Pero me quiero detener, como ya lo dije, a reflexionar sobre los impactos que ha tenido sobre la educación de millones de niñas y niños.
La educación y su supuesto estado de crisis, viene siendo un tema de agenda desde por lo menos los últimos 10 años.
En torno a esta supuesta crisis se vienen discutiendo modelos alternativos, la necesidad de cierta inyección tecnológica, la revisión de corrientes pedagógicas y la necesidad del sistema educativo de ajustarse al mundo que corre, las formas de evaluar los sistemas educativos, etc. Todas estas urgencias en torno a la educación comparten dos rasgos que me parece imprescindible señalar. En todos los casos existe como fondo de las preocupaciones cierta idea de importancia en la capacitación para el futuro. Y por otro lado todas estas preocupaciones comparten la evasión a la discusión sobre qué significa Educar.
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Foto: Difusión CdA. Rodaje de Los Niños que Cuentan Ciencia
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Esto ha llevado la discusión al terreno favorito de la visión capitalista, que es el de la eficacia. Entonces hemos comenzado a medir las cualidades de los sistemas educativos a partir de sus parámetros de eficacia para transmitir contenidos, que eventualmente harían más aptas a las nuevas generaciones para adaptarse al desafiante mundo del futuro.
Esto no es un problema en sí mismo. De hecho, es más que pertinente discutirlo cuando constatamos que las diferencias de acceso a los sistemas educativos profundizan brechas socioeconómicas a niveles dramáticos. Sin embargo, creo que estamos dejando pasar una oportunidad sin precedentes para repensar muchos aspectos de nuestra existencia como especie y entre ellos la educación de las nuevas generaciones. Una oportunidad que estamos dejando pasar sin ni siquiera darnos cuenta.
Hannah Arendt afirmó una vez que la educación es la forma en que los que estamos en el mundo recibimos a aquellos que llegan a él. Es una idea profunda y hermosa que se marchita cuando vemos cuales son los principios que cada vez con más fuerza rigen los diseños educativos.
La pandemia puso de manifiesto un profundo conflicto entre la humanidad y el planeta. Este virus es apenas una detonación puntual de un problema estructural que deberemos enfrentar en las décadas por venir. No me quiero extender aquí en las dimensiones ambientales de este conflicto porque me iría de tema. Solo me interesa señalar la nula referencia que desde los ámbitos educativos se hace a la mirada ambiental de este problema.
En marzo de 2020 la humanidad sufrió un colapso. Nuestra civilización tuvo que frenar de golpe su acelerada carrera hacia eso que llaman crecimiento económico. Todo paró de repente y tuvimos la oportunidad de frenar a pensar. Todas y todos tuvimos la oportunidad. Las diferentes áreas de actividad humana, entre ellas los sistemas educativos tuvieron la oportunidad de hacer una pausa y repensarse. Reflexionar hacia donde vamos como especie, cuales son los vínculos sostenibles que podemos construir con nuestro planeta y entre nosotros. Y la dejamos pasar por seguir en la carrera.
En Uruguay y en el mundo la consigna fue seguir adelante. Se buscaron y pensaron estrategias para que niñas y niños continuaran accediendo al derecho de educarse. Dicho así suena lógico y altruista. Pero esta afirmación guarda algunas falacias y autoengaños.
En Uruguay el Ministerio de Educación y Cultura y la ANEP echaron mano rápidamente al Plan Ceibal y pasaron toda la actividad educativa al plano digital. Maestras y maestros debieron adaptarse a una velocidad de vértigo a dar clases a través de medios que dominaban poco o nada como las plataformas de videoconferencia y de enseñanza en línea. Y las familias, con toda su heterogeneidad social, cultural y económica también debieron adaptarse.
Hay cientos de relatos domésticos y varias investigaciones sistemáticas que dan cuenta del fracaso de esta estrategia, al menos en términos de garantizar el acceso a la educación, sobre todo en los sectores que más necesitan acceder a ella.
Y sucede que esta realidad puso en evidencia una idea que desde la academia se viene discutiendo desde 2010, por lo menos. Dicho muy en criollo, la brecha digital es apenas la expresión digital de una brecha sociocultural y económica estructural.
Trasladar el sistema educativo a la virtualidad no funciona, porque tener una computadora para conectar a Internet no es condición suficiente para acceder a la educación. Es de perogrullo pero igual lo voy a escribir. Además de la computadora, necesitamos espacios físicos adecuados, alimentación, familias con tiempo para compartir la experiencia educativa y acceso a tantos otros capitales culturales y simbólicos.
Paradójicamente, el contar con un recurso como el Plan Ceibal, cuyo principal objetivo fue acortar las distancias de oportunidades, sirvió de pretexto para no pensar en esas diferencias de oportunidades y negarlas bajo el supuesto de que la educación continuó en el plano digital, sin presencialidad.
Pero el problema no termina ahí. Aún en el supuesto de que hubiera funcionado, seguimos pensando en la educación, como una esfera de la actividad humana que tiene como fin último la transmisión de contenidos. Despojando al ser humano y a su proceso de formación de algo tan fundamental como es la interacción con otros y otras.
Niños y niñas no necesitan el ámbito educativo solo para aprender matemáticas, o lengua, o biología. Es su espacio de socialización su lugar para vivir la infancia. Cuando trasladamos la escuela a la llamada virtualidad estamos despojándola de esa dimensión tanto más importante en el proceso de formación de un nuevo ser humano. En la escuela aprendemos a resolver conflictos, a convivir con la diferencia, a ejercer el poder y a padecerlo, a llorar, a reír y a abrazarnos. Todo eso que los niños aman de la escuela aun sin darse cuenta y que despierta en ellos esa alegría de volver.
Lamento avisarles maestros, pero no les gusta tanto las matemáticas.
En el Foro de TV Educativa escuché los esfuerzos loables que los estados y empresas habían realizado a lo largo del continente para asegurar la continuidad de los procesos educativos a los niños y niñas que se habían quedado sin clases.
Pero todos estos esfuerzos padecen de un defecto. Un escandaloso adultocentrismo. Todas las estrategias presentadas, al igual que en el caso uruguayo, parten de una serie de supuestos de dudosa validez y llegan a certezas igualmente pobres.
La urgencia fue en todos los casos, el seguir adelante. Seguir avanzando con el cumplimiento de los programas y el dictado de los cursos. Entonces se modeló la nueva forma de educar usando lo peor de la escuela. La premura por transmitir contenidos, por encima del encuentro y el juego. Entonces llevamos lo que ya estaba mal en la escuela a un formato televisivo. Y sustituimos al maestro todopoderoso que irradia conocimiento del frente del aula, a la pantalla. Y despojamos a las infancias de las posibilidades de cuchichear con otres, de intercambiar bromas, de tocarse o cincharse el pelo, para sentarlos ante una pantalla que les explique aritmética mientras miran calladitos y tristes.
Si volvemos a la idea de Arendt, esta forma de recibir a los nuevos en el mundo, es de una tristeza infinita.
También es triste descubrir como no fuimos capaces de ver en esta crisis la oportunidad real (y no marquetinera) de preguntarles sobre sus miedos, sus incertidumbres, sus visiones de futuro. ¿Cómo la Escuela no fue capaz de darse cuenta que eso era lo que probablemente más necesitaban? ¿Cómo la Escuela deja pasar esta oportunidad de tender puentes con las infancias y darles el lugar de protagonistas de su tiempo? ¿Cómo no pudimos reinventar una educación centrada en las necesidades de niñas y niños en lugar de la transmisión de contenidos?
¿Como no hemos sabido abrir espacios de expresión para que el conocimiento se construya desde la acción?
Tuvimos tiempo de parar y pensar y preferimos seguir corriendo desbocados sin un rumbo muy preciso.